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En la España de los siglos XVI y XVII, los autores y las autoridades inquisitoriales, eclesiásticas y civiles intentaron fijar la correcta interpretación de los textos impresos, manuscritos o expuestos públicamente. Pero ni el discurso censorio de la Inquisición fue unívoco ni existió una perfecta sintonía entre la teoría y la praxis. Entre la norma y la transgresión se fraguaron diversas lógicas de la razón ajenas a la supuesta intencionalidad ortodoxa de censores y autores, se difundieron nuevas y diversas formas de censuras desde la autoridad última del lector, y, constantemente, se negociaron entre los profesionales del libro y los ministros inquisitoriales los límites tolerados por el Santo Oficio. Frente a Roma, el expurgo se convirtió en el signo de identidad de la Inquisición española. Y ante la ineficacia y la imposibilidad de abarcarlo todo, el Santo Oficio utilizó los edictos y los índices de libros prohibidos como imagen del aparato censorio y de su presunto omnímodo poder de control.
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