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En agosto de 1869 el editor belga Albert Lacroix imprime la primera edición de «Los cantos de Maldoror», una obra única e inclasificable, entre la confesión y la poesía en prosa, firmada por un tal Conde de Lautréamont. Pero Lacroix, temeroso de la censura debido a su contenido blasfemo, obsceno y provocador, decide finalmente no distribuirla a librerías. Los ejemplares, costeados por el misterioso Lautréamont -seudónimo inspirado en un personaje de Eugène Sue-, quedaron abandonados en los sótanos de una imprenta. Años después se supo que quien estaba detrás de tan sonoro «nombre de guerra» era Isidore Ducasse, un joven de veintitrés años, hijo de un diplomático francés y nacido en Montevideo, que había muerto de tuberculosis tan solo un año después. «Era un joven alto y moreno, imberbe, nervioso, ordenado y trabajador. Sólo escribía de noche, sentado ante su piano. Declamaba, forjaba sus frases, subrayando sus prosopopeyas con acordes» recuerda su primer editor. Tuvieron que pasar veinte años hasta que la obra despertó de su letargo y vio finalmente la luz en París en 1890. Redescubierta por el escritor Léon Bloy, y reivindicada después de forma entusiasta por el movimiento surrealista, cuyo líder, André Breton, la consideraba «la expresión de una revelación total que parece sobrepasar las posibilidades humanas», «Los cantos de Maldoror» se ha convertido con el paso del tiempo en una leyenda, en un libro maldito de culto. La obra, un amargo y feroz alegato en contra de la miserable condición humana y de su último responsable, el Creador, comienza con la siguiente advertencia: «Plegue al cielo que el lector, enardecido y vuelto momentáneamente feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno...» La presente edición, a cargo de Mauro Armiño, se complementa con las «Poesías» y «Cartas», que conforman la obra completa de Isidore Ducasse. Ilustrada a color por Santiago Caruso.
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