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El europeísmo ha acabado siendo el peor enemigo de Europa. Ha construido una Europa sin contenidos concretos, dispuesta a martirizar a través de la austeridad a pueblos enteros -como en Grecia, Portugal o España-, con una ciega obstinación a la que es preciso poner fin. Más allá del desastre económico al que nos ha conducido, su mayor defecto es político: su absoluto desprecio a la expresión de la soberanía popular.
Algunos, en la izquierda, continúan creyendo que el euro austericida podrá ser transformado en un euro social. Pero la crisis nos ha demostrado que una moneda única que satisfaga a todos solo es posible en el marco de una auténtica unión política, que el europeísmo sólo concibe como declaración de principios, sin querer realmente avanzar en ella.
Tanto la urgencia de superar la actual dinámica económica y social, como la necesidad de recuperar las instituciones materiales y simbólicas de la soberanía, obligan a reconstruir los conceptos de soberanía y nación, y de forma distinta a cómo lo hace la extrema derecha.
En cuanto a la moneda europea, el euro, esta se ha revelado tan mortífera como inviable, y ha llegado el momento de pensar en rehacer un común monetario europeo, pero no bajo la forma de una moneda única, sino de una moneda común.
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