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«Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole.»
Probablemente, Lafargue bailaría hoy con gusto al son de La Polla Records aquello de «no disfrutamos en el paro, ni disfrutamos trabajando». La desquiciante situación de desempleo masivo que se vive en la actualidad, y la no menos desquiciante precariedad de quienes tienen un puesto de trabajo; en definitiva, el perfeccionamiento del chantaje de un mercado de trabajo que no deja de ser un mercado de personas, le da una vigencia inquietante a este texto escrito en el siglo XIX.
Todavía hoy existe un encumbramiento moral del trabajo, en un mundo en que tanto el privilegio de ser explotado como la imposibilidad de serlo son formas compatibles, convergentes y paralelas de destrucción social y psicológica de las personas. Ya en su tiempo, Lafargue detectó lúcidamente lo que no es más que pensamiento mágico; esa religión del trabajo, que incluso las corrientes mayoritarias del movimiento obrero tomaron como propia
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