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En las grandes ciudades se concitan todo tipo de recursos económicos y sociales que las convierten en un entorno muy atractivo para vivir. Pero desde hace años la convivencia se está viendo amenazada por la contaminación atmosférica producida por un tráfico rodado cada vez más intenso. Para paliarla, muchas ciudades americanas, europeas y asiáticas comenzaron, hace décadas, a aplicar medidas razonables de control del tráfico. Pero en los últimos años hemos pasado a una segunda etapa en la que esas medidas han ido escalando en intensidad y extensión, centrándose casi exclusivamente en restricciones a gran escala del tráfico de vehículos particulares, que están llegando al extremo del cierre de las almendras centrales de las grandes urbes a un alto porcentaje de coches, a la prohibición del diésel o incluso a la proscripción permanente de todos los coches que funcionen con motor de combustión. Como jurista, esto nos preocupa. La sociedad, en general, ve con buenos ojos la protección del ambiente urbano, pero percibe como injustas y desproporcionadas estas soluciones radicales, debido a que un enorme número de
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