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Entre el ocaso de la Edad Media y los albores de un tiempo nuevo, una familia pareció adueñarse del mundo. Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria y Rey de Romanos, fue proclamado emperador del Sacro Imperio en 1508. Sólo doce años después, su joven nieto Carlos, heredero de una constelación de coronas, estados y territorios europeos y trasatlánticos, le sucedió en el título imperial. Al abdicar Carlos V en 1555 su hermano Fernando y su hijo Felipe se hicieron cargo de un imperio familiar bicéfalo con vocación planetaria. Felipe II añadió nuevos reinos a su patrimonio, extendiendo sus dominios por cuatro continentes y tres océanos, reivindicando la Monarquía Universal. Y, ya en el siglo XVII, sus descendientes gobernaron desde la corte de Madrid el primer imperio global de la historia. Esta prodigiosa expansión fue legitimada visualmente por medio de numerosos materiales artísticos que proyectaron la imagen de una dinastía providencialista, inspirada en la antigua Roma y basada en la fe cristiana, destinada a gobernar un imperio sin fin.
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