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En 1840, Théophile Gautier viaja a España como corresponsal. Tiene casi treinta años. Encuentra en Madrid una ciudad dividida: la burguesía acomodada, rentista y parasitaria se pasea por el salón del Prado, imita la moda parisina o inglesa y acude a los teatros a ver obras traducidas. Todo en sus vidas es descolorido, falsificado, postizo, mediocre y muy aburrido. En los barrios populares, en cambio, hombres y mujeres trabajan, crean sus propias modas llenas de color, sensuales y abigarradas, bailan y cantan su propia música, y acuden a sus propios espectáculos, en los que las pasiones, la vida y la muerte son protagonistas. Gautier, que llega de París, se asombra, y se ríe, de todo ese lujo «de tercera categoría». Con su ojo de pintor nos describe lo que desprecia y lo que admira de esa sociedad extraña para él en esta novela tragicómica. Un enredo amoroso entre los de arriba y los de abajo que es también una revelación, la de Militona, una «mujer de verdad».
Esta rapidez en resolver todo problema de estilo y de composición hace pensar en la severa máxima que una vez dejó caer Gautier ante mí en el curso de la conversación, y de la que él ha hecho sin duda un constante deber: «Todo hombre, al que una idea, por sutil e imprevista que se la suponga, lo encuentra sin recursos, no es un escritor. Lo inexpresable no existe».
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