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Proust fue uno de los primeros novelistas en tratar por extenso la homosexualidad de hombres y mujeres y considerarla parte de la vida humana, donde en su tiempo se desplegaba secretamente en una duplicidad a la vez psicológica y social. Gran parte de Sodoma y Gomorra (1921-1922) gira en torno al barón de Charlus, ignorante de que sus inclinaciones son un secreto a voces, pero que deslumbra con su linaje, que se remonta a los principios de la historia de Francia, a los jóvenes «inferiores» con los que se relaciona y le causan no pocos disgustos. Pero gira también en torno a Balbec y a Albertine, al «andar persiguiendo fantasmas» de un narrador que avanza en «el camino funesto y destinado a resultar doloroso del Saber». En La prisionera (publicada póstumamente en 1923), el narrador se lleva a Albertine a vivir a su casa en París y la vigila constantemente, buscando en las frases más insignificantes, en los silencios, en las contradicciones, indicios de que le es, ha sido o será infiel. Para él solo los celos son prueba de que el amor es amor, aunque conduzcan al absurdo o la crueldad: «solo nos gusta dice lo que no poseemos»; y entre lo que «no poseemos» está trágicamente el conocimiento de qué y cómo son los demás. Narrativamente, Proust sigue rompiendo la tradicional secuencia temporal: todo ocurre en un presente desmaterializado, simultáneo de una forma extrañamente natural con el pasado y el futuro.
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